La psicología económica nos permite tomar mejores decisiones

Tomás Bonavía Martín

Profesor titular del Departamento de Psicología Social de la Universidad de Valencia.

La psicología económica, o la economía conductual si ustedes lo prefieren, porque en esencia son lo mismo, se ocupa del estudio científico de las conductas económicas (como, por ejemplo, comprar, trabajar, ahorrar –o no–, pagar impuestos –o tampoco–, invertir, emprender, comportarse altruistamente…), entendiendo aquí conducta en sentido amplio, para incluir los procesos que la determinan, tanto personales como ambientales y sociales.

Para realizar todos estos comportamientos y muchos otros más (cuando hago este ejercicio con mis estudiantes, son capaces de indicar decenas de conductas económicas), es preciso tomar decisiones. Constantemente estamos tomando decisiones sobre cuestiones que implican a la vez aspectos psicológicos y económicos, como consumidores y como CEO y empleados pertenecientes a todo tipo de organizaciones (empresas privadas, instituciones públicas, etc.).

El libro de Richard H. Thaler Todo lo que he aprendido con la psicología económica tiene un subtítulo que lo aclara definitivamente: “El encuentro entre la economía y la psicología, y sus implicaciones para los individuos”. Estas implicaciones pueden darse tanto en el ámbito personal como en el social, abarcando desde la elección puntual de un consumidor y sus condicionantes hasta llegar incluso al estudio de cómo nos afectan individual y socialmente las cuestiones macroeconómicas. Y todo ello desde un doble juego recíproco: cómo lo psicológico influye en lo económico y cómo lo económico influye en lo psicológico. En esta encrucijada se sitúa la psicología económica o la economía comportamental.

Tendemos a pensar que decidimos racionalmente y que somos más racionales si cabe cuanto más importante es la decisión que vamos a tomar. La investigación actual lo desmiente: somos malos decisores racionales

¿Por qué hay que aprender sobre psicología económica?

Porque nos ayudaría seguramente a tomar buenas decisiones y a comprendernos mejor, tanto en lo referente a nuestra vida personal y familiar como en lo tocante a la vida laboral:

  • ¿Por qué no estoy dispuesto a vender X (mi coche, mi casa, mi empresa…) cuando, si soy sincero, yo mismo no estaría dispuesto a pagar por ello lo que pido?
  • ¿Por qué nos cuesta pagar por un servicio (gastos de envío, coger un taxi –cuando no corre la empresa con los gastos–, contratar un servicio de asesoramiento o consultoría…) que nosotros mismos no estaríamos dispuestos a hacer en ningún caso por ese dinero?
  • ¿Por qué cruzaríamos la ciudad para ahorrarnos 25 euros en un microondas que vale 120 euros y no haríamos lo mismo para ahorrarnos la misma cantidad en un televisor cuyo precio es de 540 euros? ¿O cómo podemos explicar que, una vez decidida la compra de una nueva máquina para nuestra empresa por valor de 14.000 euros, nos costaría cambiar a otro proveedor que nos la vende por 13.550 euros y que nos ofrece las mismas garantías (pereza, inseguridades varias, premuras de tiempo…; las excusas son muchas) y, sin embargo, no estaríamos dispuestos en ningún caso a pagar, para la contratación temporal de un empleado durante tres meses, 1.100 euros mensuales cuando podemos contratarle por 950 euros al mes?
  • ¿Por qué pagamos la cuota anual del gimnasio (con permiso del coronavirus) si sabemos que, al final, si echamos cuentas, nos habría salido mucho más barato adquirir los bonos que realmente necesitábamos? ¡Y lo volvemos a hacer año tras año! En definitiva, ¿por qué confundimos, más frecuentemente de lo que creemos, los conceptos de inversión y gasto?
  • ¿Por qué nos cuesta tanto abandonar los proyectos que no van bien? ¿En qué momento somos capaces de reconocer un fracaso y de qué depende? ¿Cuándo debemos vender unas acciones bursátiles que están perdiendo su valor?
  • ¿Por qué un contribuyente se pone muy contento cuando, tras presentar la declaración de la renta, le sale a devolver y otro contribuyente se enfada mucho cuando descubre que le toca pagar a Hacienda (la misma cantidad que le devolvían al primero)? ¡Si ambos contribuyentes disponen exactamente de los mismos ingresos!
  • ¿Por qué no permitimos que un empleado que tiene una buena idea a priori la pruebe (aun a riesgo de que salga mal y suponga un coste relativamente pequeño) y, sin embargo, estamos totalmente confiados de que saldrá bien la decisión que hemos tomado para asegurar la viabilidad futura de nuestra empresa?

Richard H. Thaler y otros autores dan respuestas a estas y otras preguntas.

Constantemente estamos tomando decisiones sobre cuestiones que implican a la vez aspectos psicológicos y económicos

Conclusión

Tendemos a pensar que decidimos racionalmente y que somos más racionales si cabe cuanto más importante es la decisión que vamos a tomar. La investigación actual lo desmiente: somos malos decisores racionales. Y el mundo de los negocios no es ajeno a esta realidad. No obstante, no tomar decisiones racionales no significa tomar decisiones equivocadas. Hay esperanza más allá del abismo y podemos aprender a mejorar. Lo importante es darnos cuenta del proceso mental que estamos siguiendo, sesgos cognitivos incluidos, y del peso de las emociones; de los diversos elementos externos que nos están influyendo en cada momento; y, sobre todo, de que lo importante es tomar buenas decisiones, no necesariamente la mejor, y sentirse bien –feliz– con la opción elegida.

El libro

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